martes, 17 de enero de 2012

Meditaciones sobre lo bello, lo bueno y lo eficaz.

Estatua de Giordano Bruno
Considero que ante lo traído hasta aquí hace falta ejercer un cuidado y una práctica que debe contener y sustentarse en un cierto heroico furor,[1] como lo denominase Filippo Bruno; nacido en Nola a comienzos de 1548 y que adoptará el nombre de Giordano al vestir el habito de los dominicos en Junio de 1565. Huirá del convento de su orden en Nápoles para llevar vida de prófugo, vagando siempre por las fronteras de Europa y orillando límites prohibidos en su época.

Encontró casi siempre actitudes intolerantes por parte de católicos y protestantes, manteniendo así un estado de exilio permanente hasta su ejecución en la hoguera el sábado 19 de febrero de 1600 en el Campo dei Fiori en Roma.

Esperamos que el camino que intentó trazar nos permita recuperar, como él lo intentó, la práctica activa de la responsabilidad recíproca a través de la cual podamos pasar, gracias a una filosofía del amor, a una moral práctica, según sus propias palabras.

Heroico por saber que el cuidado del amor y del bien nunca será definitivamente conseguido en su plena manifestación; es que la existencia está asediada por la adversidad y sabemos que en ella empolla sus huevos Satanás.

El furioso o vitalmente comprometido heroísmo será tal por afrontar, con sabiduría, esa natural ambigüedad humana y reafirmarse en preservar las sutiles, débiles, perseverantes y vigorosas tramas del bien en los cambiantes sucederes de la vida.

Los hombres somos nautas navegando vastos océanos, entre impermanencias e incertidumbres, en los que preceptos y prohibiciones son como líneas de espuma, algunos, y como la Cruz del Sur, la Osa Mayor y la Constelación de Orión otros. Vamos viviendo al navegar límites, que se establecen y se destruyen como arrecifes coralinos en mares surcados por los fuegos.

El spiritus transformado, en y por el amor, actuará –según Bruno– sobre todos los seres vivos y permite que cada uno de ellos cumpla con los ciclos del ser. Dirá el Nolano que el amor por ser vinculorum vinculum le permite al sujeto salir de sí mismo para entrar en activo contacto con la totalidad natural.

Encontramos aquí el lugar de validación del Principio de Responsabilidad que nos propone Hans Jonas, sólo que enraizado en el extremo pasado y no proyectado como posibilidad hacia el futuro según su propuesta. En su Ética para la civilización tecnológica él sustenta la responsabilidad en la heurística del temor, podemos compartirlo si entendemos a éste como un inhibidor de la confianza y un reforzador de los procesos de atención y reflexión flotante.

Sobre este particular Zambrano ha escrito:

Mientras hay vida hay esperanza, se dice en castellano. Y la misma desesperación, a fuerza de agotar los conflictos hasta su último fondo, encuentra el camino. Lo peor es retroceder, fatigarse a la mitad, dejar el combate. Y hoy ha de ser más duro que nunca, más encarnizado, más peligroso, porque hay que ir deprisa. No nos esperan, y las sirenas, las múltiples sirenas del terror, siguen sonando, en el sentido mítico y en el real. Pero aun en medio del terror el amor no se resigna. […] Y es que el amor no se calma con fantasmas. Tiene hambre de realidad de presencia y figura, de íntegra claridad de entendimiento.[2]

De tal manera recuperar la práctica activa del amor, en la forma de la compasión que posibilita una clara comprensión libre de dualidades, y otras maniqueas intolerancias, habilita el ejercicio desinteresado del servicio al cuidado del frágil bien.

Charles Taylor destaca la falta de atención que tiene en la actualidad la cuestión del bien, lo que no hace más que exponer su fragilidad. Gran parte de la filosofía moral contemporánea, sostiene, ha enfocado la moral de manera más que estrecha, centrando su atención en las acciones correctas, antes que en el planteo de la bondad del ser. Se han esmerado más en definir los contenidos de las obligaciones, que en ampliar y profundizar qué se entiende hoy por la buena vida. No han dejado, en consecuencia, espacio conceptual para profundizar la noción de bien como objeto de nuestros desvelos o como privilegiado eje de nuestra atención o voluntad.[3]

La responsabilidad puede ser tal, en tanto sea sacada de los encorsetados esquemas abstractos desde donde es generalmente declamada. Su ejercicio sólo podrá darse a través de una acción recíprocamente consensuada. Donde se hayan explicitado o aclarado las características o alcances de la responsabilidad, a efectos de no confundir una necesaria intervención, con una innecesaria interferencia que alterara el fluir de la esponsabilidad al frustrarla, inhibirla o cancelarla. Si es tal no es ni amorosa ni atenta, es totalitaria.

Tal atención se alcanza para las tradiciones de sabiduría oriental, en especial para el budismo Zen, mediante la actualización de los cinco sentidos, con ellos en acción en el aquí y ahora emerge el sexto, es decir, la conciencia, como campo de integración y expansión de la totalidad del ser. Desde allí, la percepción abierta a la intuición posibilita la generación de conceptos concretos, que se pueden expresar en acciones puntualmente precisas e instantáneas. Con tal percepción, percibo lo cercano y con tal intuición intuyo lo distante.

De esta manera, me encuentro plenamente situado aquí, desde donde puedo liberarme o descondicionarme de respuestas condicionadas por el raciocinio, el dualismo esquematizante e inactivador, de las falacias de lo mío, quiero, tengo, y de los cinco obstáculos o gogai, literalmente: las cinco tapaderas, representadas por las producciones mentales del deseo, la cólera o intolerancia, la apatía o desinterés, la excitabilidad y la duda, o vacilación escéptica. En estos territorios arraigan los pensamientos envenenados, que son tales en primer lugar por no nutrir e impedir la posibilidad de hacerlo.

El estar en situación me abre a la razonabilidad, a la comprensión profunda, y se actualiza el aquí. Estado de reflexión flotante y fluyente desde donde es posible, también el comprehender. El ideograma chino esuru hace referencia a darse a conocer conjuntamente para crear la posibilidad del entendimiento a través del encuentro.

Keiji Nishitani
El maestro Zen y filósofo de la Escuela de Kioto[4], Keiji Nishitani –discípulo de Kitaro Nishida en Japón y de Heidegger en Alemania– agrega la importancia de la apropiación o tainin, cuyo kanji japonés hace referencia a un entendimiento encarnado.[5]

Entendimiento real como opuesto al meramente especulativo, es decir, un conocer basado en la experiencia. La apropiación encarnada, sensorio-motrizmente organizada y corporalmente soportada, constituye la clave de bóveda de una experiencia cognitiva situada realmente en el mismo plano de inmanencia, en el cual el otro realiza su experiencia del dolor, del terror o del anhelo. Este concepto de apropiación es en cierta medida semejante al de sustitución en Lévinas.

Esto encontraría su correlato en la práctica Zen en el olvidar el yo en el acto de unirme con alguien, o con algo. La práctica activa y cotidiana de este tipo de comportamientos posibilita lo que en sánscrito se conoce como paravritti–vijñana, en japonés tenshiki y en griego metanoia. Es así como la compasión se expresa a través del servicio en términos de cuidado, bellamente descripto por Tzvetan Todorov:

He dado el nombre de cuidado a la acción moral por excelencia, una acción mediante la cual un yo toma por objeto el bienestar de uno o varios tú […] He retenido como decisiva la categoría tener por objeto el bien de una persona, o de varias de preferencia a cualquier otra.

Todorov profundiza lo anterior:

Corresponde, pues, a nosotros, en nuestras existencias tranquilas reconocer esos actos de dignidad, de cuidado, de espíritu, valorarlos, impulsarlos más de lo que es común habitualmente, puesto que, aún estando al alcance de todos, representan uno de los logros supremos de la especie humana, y se tiene mucha necesidad de ellos en un mundo amenazado como el nuestro. […]. Si se hace el bien en los campos, no es ciertamente por sentido del deber. Todas las obligaciones interiorizadas que provengan de […] decisiones de la razón se estrellan ante la presión de las circunstancias.[6]

Tzvetan Todorov
Esta práctica de la compasión entendida desde donde lo venimos trayendo, lejos está de la mera empatía, como también de la caritas, producto de un loco deseo centrado en un ego que se santifica en sus buenas acciones.

Cuenta Kitaro Nishida que el Papa Benedicto XI le pidió al Giotto, formado en la tradición bizantina, que le mostrase alguna obra en la que le pudiese testimoniar sus habilidades como pintor. Este simplemente toma un pincel y traza un círculo.[7] Nishida sostiene: En moral debemos esforzarnos por alcanzar el círculo de Giotto.

Veamos a qué se refiere el maestro. Al respecto, el pintor chino Shen Zongqian de la dinastía Qing (s. XV) le enseñaba a sus alumnos:

El universo está hecho de alientos vitales y la pintura logra su excelencia sólo cuando los alientos que emanan del pincel-tinta se armonizan para fundirse con los del universo. Surge entonces una vía coherente a través del desorden aparente de las cosas.
Es que la pincelada única es a la vez una y múltiple, a través de ella se venera la receptividad:
La pincelada única abarca la universalidad de los seres; la pintura resulta de la recepción de la tinta; la tinta de la recepción del pincel; el pincel de la recepción de la mano; la mano de la recepción del espíritu: al igual que el proceso en que el cielo genera lo que la tierra luego lleva a cabo, todo es fruto de una recepción. Así, lo más importante para el hombre es saber venerar: pues aquel que no sepa venerar los dones de sus percepciones se desperdicia a sí mismo sin provecho alguno.[8]

En este sentido receptividad es equivalente de transferencia. Y aquí se nos impone el tema del vacío gracias al cual se obtiene unidad y totalidad. Él yace a la vez en el origen y en el seno de cada cosa, el movimiento circular con que se lo expresa introduce el movimiento circular que limita y enlaza al sujeto con el espacio originario.

El modo de apoyar el pincel, y su particular manera de ser construido con un mango de caña y por diversas capas de pelos de osos, ciervos y cabras, cada uno de los cuales posee una manera particular de absorber la carga de tinta permite jugar con el fondo blanco del papel, los negros y los grises de variadísimas valoraciones y sobre todo con el vacío que habla y sugiere al soportar las pinceladas que bailan, se mecen, susurran y entremezclan luces y sombras, que pareciesen imposibles de ser contenidas por el papel.

Las obras que de tal interacción surjan reflejan la muerte del ego del artista y proyecta la vívida comunión directa con la naturaleza interior de las cosas, sin mediaciones deformantes. Artista, pincel, tinta, trazos, papel, agua, son uno en la captación directa de la realidad. Ello se denomina muga que quiere decir no-yo. Este estado de no intervención consciente surge espontáneamente, sin esfuerzo; es el vigor del paisaje que se imprime a través de la despojada disponibilidad.

Podríamos decir que el yo del artista se encuentra en el vacío del mango de bambú y donde la aparente inmovilidad del tiempo es producto de la vívida plenitud del estado global de vaciedad.

Es que el vacío al introducir discontinuidades y reversibilidades en un sistema determinado permite que las unidades componentes del mismo superen la oposición rígida y el desarrollo de efectos de sentido lineales.

Paradojalmente la vacuidad permite un florecimiento simbólico de las tramas intersubjetivas y una fertilidad de caminos abiertos tanto a la nada como a la totalidad. El vacío es la condición de posibilidad de la plenitud, de la totalidad del hombre, totalidad del universo, solidarios siendo en verdad una sola cosa. Como nos lo demuestran los bucles de genoma envolviendo desde los comienzos proteínas con enzimas.

Entonces el Giotto, tal vez, le quiso decir al Papa que en la nada se halla la base de todas las existencias. Le debe haber agradado a Benedicto la vigorosidad del trazo y quizás no entendió esa luminosa idea del oriente, que sin duda en Bizancio sí se la conocía.

El cuidado y la compasión con todos los seres arraigan en la noción de vacío, vacuidad o en sánscrito sunyata. Nishitani dirá entonces:

El campo de sunyata es un campo cuyo centro está en todas partes. Es el campo en que cada cosa –como un centro absoluto, poseída de una individualidad absolutamente única– se manifiesta como es en sí. Decir que cada cosa es un centro absoluto significa que dondequiera que una cosa sea, el mundo mundea. Y esto, a su vez, significa que cada cosa, por estar en su propio terruño está en el terruño de todos los seres, y a la inversa, que al estar en el terruño de todos, cada uno está en su propio terruño.[9]

Precisará más adelante:

Todos los seres están aquí en su propio terruño, tal como son en sí mismos; y ahí también todos son uno. De aquí que el punto de vista en el uno se vea a sí mismo en los demás y ama al prójimo como a uno mismo implica que el yo está en el fundamento del otro, en la nada del yo e implica que el otro está en el fundamento del yo en esa misma nada. Sólo cuando estos dos son uno en una relación de interpenetración y de reciprocidad total (egoteki) tiene lugar este punto de vista. Si esto es lo que quiere decir el amor al prójimo como a uno mismo, entonces el campo donde ese amor actúa no es simplemente el de amor del prójimo, un amor entre los hombres; sino que debe ser un campo de amor hacia todos los seres vivos, incluso hacia todas las cosas. Nunca debe dejar de ser un campo donde el propio hombre pueda permanecer.[10]

Aitken Roshi se pregunta:

¿Cómo actualizamos la unidad con todos los seres? Mediante la responsabilidad, la capacidad para responder, como sucede con el trébol. Cuando cortamos el trébol, sus raíces mueren y liberan nitrógeno, y así se enriquece el suelo. Los gusanos de tierra florecen en el rico suelo y depositan más nutrientes; caen nuevas semillas que echan raíces, maduran y alimentan a otros organismos. El trébol no piensa en la responsabilidad, y tampoco lo hizo Sakyamuni; él se limitó a levantarse de su asiento y salir en busca de sus amigos.[11]

Sí, el bien es frágil y hace falta un cierto heroico furor Bruniano para:

Ver un mundo en un grano de arena
Y un cielo en una silvestre flor.
Sostener el infinito en la palma de tu mano
Y la eternidad en una hora.

Como lo pudo hacer William Blake, en Auguries of Innocence.

Sí, el bien es frágil y hoy se requieren esfuerzos heroicos para no abandonar el activo ejercicio de la compasión, expresada en atento servicio al prójimo, actualizando y expandiendo las obligaciones que deben unirnos frente a los asedios del desamor.

Sí, hoy hace falta un cierto y heroico coraje, y también recordar a Paul Ricoeur cuando nos dice:

Por muy radical que sea el mal, dice el mito del Génesis, la bondad es aún mucho más radical o, empleando el lenguaje Kantiano, si el mal es radical, la bondad es originaria. […] La prevalencia, en el fondo de la reflexión, de la finalidad fundamental hacia la bondad y la justicia, aseguraría que es justamente lo que preside el proyecto de mejora de la especie humana. Ese proyecto de salvar el fondo de bondad.


Arturo Emilio Sala


NOTAS
[1] Para ampliar este punto ver: Bruno, G. Los Heroicos Furores. Madrid: Tecnos, 1987. Bruno, G. Mundo, Magia, Memoria. Madrid: Biblioteca Nueva, 1997.
[2] Zambrano, M. La Agonía de Europa. Madrid: Minima Trotta, 2000, pp. 33-41.
[3] Taylor, C. Sources of the Self. The making of de modern identity. Cambridge: Harvard University Press, l989, p.3
[4] La Escuela de Kioto fue fundada por Kitaro Nishida (1870-1945) y Hajime Tanabe (1885-1962). En ella Nishitani será el tercero de una línea de filósofos de la Universidad de Kioto que revisarán la filosofía del Maestro Dogen, fundador del budismo Zen en el siglo XIII a la luz de la filosofía occidental.
[5] Nishitani, K. La religión y la nada. Madrid: Siruela, 1999, p. 255.
[6] ibid. p. 302 -303.
[7] Nishida, K. Ensayo sobre el bien. Madrid: Revista de Occidente, 1963, p. 258.
[8] Cheng, F. Vacío y plenitud. Madrid: Siruela, 1993, p.118.
[9] Nishitani, K. La religión y la nada. Madrid: Siruela, 1999, pp. 223 – 224.
[10] ibid. pp. 347- 348.
[11] Aitken, R. La mente del trébol. Ética budista en la vida diaria. México: Árbol Editorial, 1990, p.142.

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