miércoles, 14 de diciembre de 2011

Incertidumbre y comportamientos arquetípicos en los tiempos míticos del Minotauro

El mito es una narración atemporal, una estructura de pensamiento y de existencia. Es una manera de concebir el mundo y de establecer los comportamientos adecuados para vivir en él, donde el error se articula, por desatención o por codicia, con el castigo, y se premia a los atentos y piadosos.

El pensamiento mítico concibe la realidad de manera total, no existen las antinomias propias del pensamiento racional, es decir, no se establecen diferencias entre la naturaleza y lo sobrenatural, entre el cuerpo y el espíritu.

Para la conciencia mítica, un símbolo remite de inmediato a la cosa misma, la palabra está indisolublemente ligada al objeto.

Los seres naturales son concebidos como sujetos con sus propias voluntades e intenciones; el universo, la naturaleza, el hombre y sus obras son concebidos como una única sociedad, entre cuyos miembros existen idénticos vínculos a los que unen a un hombre con otro hombre.

El mundo y los comportamientos se dividen en dos grandes ámbitos: el sagrado, es decir, lo potente, con frecuencia ejemplar, y el profano. También, en dos estados: el numinoso y fascinante, y el horroroso y digno de espanto.

Los comportamientos específicos a seguir son establecidos según la situación en la que los hombres y comunidades se encuentren.

Las estructuras de pensamiento mítico llegan hasta nuestros días de múltiples maneras, fundamentalmente a través de nuestros sueños, temores, fantasías, rumores, habladurías, soportado por narraciones, creencias y comportamientos.

Lo ejemplar es el marco social del mito que permite que los hombres se referencien y ubiquen. Es el territorio donde dioses y héroes míticos sirven como guías para comportarse en el mundo de manera adecuada. A éstos se los puede llamar arquetipos y en base a ellos es posible establecer perfiles de comportamiento que den cuenta del modo de decidir ante el bien y el mal, lo bello y lo espantoso, la codicia y la desmesura, la vanidad y la exaltación radicalmente opuestas al justo medio y al comportamiento humilde y mesurado.

En los tiempos míticos la incertidumbre alcanzó la más alta intensidad. El mundo era absolutamente inestable como inescrutables eran los deseos de los dioses. De lo fasto, se podía pasar sin aviso ni transición a lo nefasto de la existencia, tanto individual como comunitaria.

Los pueblos andinos hablan aún hoy del kuty o vuelco, la posibilidad permanente que la realidad se torne, se dé vuelta y que del estar bien se pase al estar mal por no haber cumplido adecuadamente con las conductas establecidas, con los rituales justamente pautados para garantizar estados previsibles de serenidad cósmica.

El Minotauro, uno de los arquetipos de tal estado de incertidumbre de la Grecia antigua, y por consiguiente de la vulnerabilidad de ser humano, fue el fruto de la infidelidad de la esposa y consejera del sabio rey de una isla y del rencoroso dios del mar y de las tempestades.

El monstruo, gestado por una traición inesperada, tenía la parte superior de su cuerpo con forma de toro, y el torso inferior, con forma de hombre. Aunaba en sí los aspectos menos predecibles del animal: el toro, sus deseos de arremeter con agresiva fuerza contra todo; la parte humana, las pulsiones y los deseos de más difícil control por su alta excitabilidad.

Tal conjunción, de total impredecibilidad, remite simbólicamente al predominio de lo inferior, esto es, a la imposibilidad de una elevación de lo espiritual, al fruto perverso de la traición y el engaño.

Otro componente arquetípico del mundo arcaico griego que potenciaba la densidad de la incertidumbre y agitaba las turbulentas tempestades de la existencia humana, era el representado por el legado de Pandora, la primera mujer mortal.

Reunidos los dioses luego del robo del fuego divino por parte de Prometeo, y comprendiendo que en el Olimpo faltaba una mujer mortal que incrementase el castigo de los humanos insaciables, resolvieron darle vida.

Para ello, Hefesto, el herrero señor del fuego, comienza su modelado haciéndola a semejanza de las diosas inmortales, con la ayuda de Atenea y con la colaboración de todos los olímpicos. Zeus que dirigía la vengativa tarea, les ordenó que cada uno de ellos le confiriese una cualidad específica que calificase al nuevo género.

De tal manera, se le conferirá la belleza, la gracia, la delicadeza manual, la persuasión y la sutileza, entre otros dones que serían muy preciados por aquellos a quienes estaba destinada. Llegado el momento, Hermes dará el toque de gracia esperado por Zeus y depositará en su corazón la mentira y el gusto por la falacia.

Cuenta Hesíodo que, concluida la creación divina, Zeus se la envía de regalo a Epimeteo, hermano de Prometeo, cuyo nombre significa el irreflexivo. Éste, sorprendido y seducido por la belleza de Pandora, la desposa de inmediato. Su excitación, como pérdida de la requerida atención y mesura, le hace olvidar el consejo dado por su hermano, quien le había recomendado no aceptar ningún regalo de Zeus, de quien esperaba una venganza implacable.

Para hacer del castigo un modelo perfecto de sanción olímpica, Pandora no llegó con las manos vacías. Trajo con ella un cofre debidamente cerrado, que contenía en su interior todos los males que desquiciarían la existencia de los mortales.

Luego de celebrar su boda, Pandora no pudo refrenar el don de la curiosidad femenina que le fue concedido, desoyó la recomendación y abrió el cofre. Según una versión, del interior de éste escaparon todos los males que luego se esparcieron por la humanidad. Pandora, asustada por su acción, logró cerrarlo, pero la esperanza no pudo salir, y quedó atrapada en el fondo.

Otra versión relata que Zeus envió el cofre con todos los bienes a Epimeteo como regalo de bodas, perdonando a los hombres por el robo del fuego. Pandora, imprudentemente, lo abre. Los bienes, escapan y retornan a la mansión de los dioses, pues su falta de atención no garantizaba que los hombres pudiesen disfrutarlos.

De tal modo, a los mortales les quedó sólo la esperanza como consuelo de todos sus males.

Como vemos, los arquetipos míticos dan cuenta de manera condensada de los dramas y esperanzas de todas las épocas. Sobre todo en estos tiempos de miserias omnipresentes, violencias desproporcionadas, catástrofes sociales, políticas, económicas y ambientales, donde, para muchos, la esperanza se vuelve cada día más lejana, el bien, más frágil, y la belleza, don inhallable y casi inútil.

Volver sobre las experiencias del pasado nos permitirá reencontrarnos con el surgir de las matrices de decisión, en contextos de extrema tensión y desafíos fulminantes, en otras palabras, con los momentos de la historia occidental donde nació la ética, que, al madurar, dio fuerza, plenitud y belleza a la tragedia griega primero y luego a su filosofía, que, tras su paso por Roma, tiñó hasta nuestros días el pensamiento occidental.

Esta estación en nuestro viaje a la interioridad y a la expansión del pensamiento crítico y estratégico, representa –esperamos- un fértil desvío de lo cotidiano, que puede permitirnos tomar conciencia de ciertas invariables de la condición humana, de los modos de influir en la esterilidad de ciertos deseos e ilusiones, de las consecuencias de determinadas formas de no medir consecuencias en la toma de decisiones, y, fundamentalmente, de los riesgos de la desatención.

Se destaca la necesidad de estar presente desde la totalidad del ser en el aquí y ahora de la acción o decisión.

Por ello los invitamos a la arqueológica tarea de desenterrar al Minotauro y a los arquetipos de su tiempo. El desafío será encontrar, a través de ellos, formas alternativas de repensar nuestro frágil mundo, entrenarnos en el empleo de nuevos recursos creativos y fecundar nuestra inteligencia.

Lo haremos con extrema lucidez para no abrir las nuevas cajas de Pandora que se nos presentan por doquier. Intentaremos iniciar una nueva manera de emprender y comprender nuestros heroicos combates, contra la nueva generación de monstruos contemporáneos que nos acechan.

En las épocas arcaicas, a pesar de su carácter, los dioses eran aún bondadosos.

Sobre el friso del santuario de Apolo, dios de la armonía, se leía un imperativo crucial:

Conócete a ti mismo


Sísifo
Según Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales; por esto, difieren las opiniones acerca de los motivos por los que la ira de los dioses lo convirtieron en un inútil trabajador de los infiernos.

Se le reprocha, ante todo, cierta ligereza imperdonable con respecto a ellos: el haber revelado, nada menos, sus secretos.

Homero nos cuenta que, además, el astuto Sísifo había logrado, gracias a sus dotes de estratega, encadenar a la Muerte para impedirle continuar con su cosecha de vidas, en su intento por protegerlas de su vulnerable existencia.

Plutón no pudo soportar tal desafío y menos aún el espectáculo de ver su imperio cada vez menos poblado, más desierto y silencioso. Decidió, por ello, enviar al dios de la guerra a liberar a la Muerte de manos de su captor.

En algunos ámbitos se llegó a comentar, naturalmente, aspectos de la intimidad de Sísifo que no dejaban de irritar a sus superiores. Dicen haber escuchado que cuando estaba a punto de morir, quiso, en un ataque de celos, poner a prueba el amor de su esposa. Le ordenó, entonces, que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública. Obediente y respetuosa ella luego del óbito cumplió fielmente con lo que supuso un profundo deseo de su amado.

Sísifo se encontró a sí mismo arrojado a los infiernos y más irritado a causa de la obediencia ciega de su mujer, tan contraria al amor que esperaba de ella por su condición de condenado. Era tan lamentable su estado, que obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra para castigar a su irreflexiva mujer y ascender así a la nueva condición de habitante infernal.

Pero, al llegar al mundo olvidó su sed de venganza y comenzó a disfrutar, como nunca lo había hecho antes, del agua y del sol, de la calidez del mar y de sus deliciosas playas. Aferrado a tales placeres, decidió romper el compromiso de volver a las sombras plutónicas.

Los llamamientos, las iras y las advertencias del dios de nada sirvieron.

Vivió muchos años más gozando de la vida, aferrado a los placeres de la tierra y a la satisfacción de sentirse impune, casi como una deidad.

Rebeldía tal contumaz hizo necesaria una sanción olímpica.

Mercurio bajó a la tierra a reducir por la fuerza al audaz, arrancarlo de sus goces y terminar con sus desafíos, para entregarlo nuevamente al Señor de los Infiernos.

Mientras Sísifo gozaba de los placeres de este mundo, los dioses pensaban en un castigo ejemplar y adecuado para los humanos altaneros y desafiantes. Coincidieron en que, para ellos, no hay nada más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.

Condenaron entonces a Sísifo a empujar una voluminosa roca hasta la cima de una montaña, desde donde la piedra volvería a caer por su propio peso y día tras día durante toda la eternidad, tal sería su trabajo.

Sísifo es el héroe empecinado y desafiante, poseedor soberbio de un ego destacable. Su desprecio por los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento indiscriminado por la vida le valieron ese suplicio en el que todo el ser está dedicado a un trabajo estéril y absurdo destinado a no concluir jamás en nada.

Lo único destacable de la gestión asignada es el esfuerzo de ese cuerpo tenso, levantando siempre la misma piedra enorme, haciéndola rodar por la misma pendiente, con el mismo rostro crispado por el esfuerzo inútil, con la misma mejilla pegada siempre a la misma piedra.

El resto de su cuerpo, destinado a poner el hombro, recibe la masa cubierta de arcilla, pone un pie que la calza y la frena, mientras mantiene la tensión de los brazos con dos manos llenas de tierra, cada día más deshumanizadas y más mineralizadas.

Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, alcanza el divino objetivo: un nuevo rodar cuesta abajo.

Sísifo ve entonces como la piedra desciende, en instantes, hacia donde la gravedad de la ley de ese mundo inferior la requiere; para reiniciar desde allí, sin descanso, la tarea sin fin y sin sentido.

Sísifo nos interesa durante ese regreso o “entre-tiempo”, porque su instante de libertad y descanso está centrado en esa pausa. Pausa única en la que puede sentirse hombre, miserable pero humano, a solas con su conciencia.

Si este mito es trágico, lo es porque su protagonista hace en el andar del descenso una pausa, en la cual puede optar por maldecir o por gozar interiormente de la plenitud de su ser, que es precisamente esa pausa en el infinito, su única posesión y morada.

Al contemplar el rodar de la roca, el hombre encuentra la libertad de su conciencia y la plenitud de su ser exaltado durante la pausa de la caída.


Prometeo
Prometeo, cuyo nombre significa pensamiento previsor, lo propio del intelecto creativo, es hijo de los Titanes. Con él se nos cuenta la historia precisa del despertar de la conciencia humana y de los riesgos que ésta conlleva.

Creó con la tierra cenagosa, no con cualquier barro, al hombre y tuvo que pedirle a Atenea que le confiriese los dones espirituales insuflándole el aliento vital. Prometeo iniciará el ciclo civilizatorio, regalándoles a los mortales el fuego robado a los dioses, del que florecerán todas las técnicas y artificios humanos.

Insatisfecho aún con esto, su espíritu transgresor desafiará a los olímpicos proponiéndole a los hombres el intento de engañarlos, quedándose con la mejor parte de los animales sacrificados y ofrendando tan sólo las vísceras y los huesos. A partir de entonces, los hombres se sintieron tentados de traicionar la confianza de los dioses, y al lograrlo, de engañarse entre ellos apoderándose codiciosamente de los bienes materiales y de los dones de la tierra.

Zeus, furioso por la profanación y la actitud de Prometeo, ordenó que fuese encadenado a una roca en las montañas; condenándolo a que un águila le devorase el hígado durante los días, y que éste se regenerase durante las noches para que de tal modo se perpetuase el suplicio.

Asimismo, enviará el cofre de infortunios de Pandora para saturar de incertidumbre a la humanidad para siempre, dejándole en claro a los mortales que la vulnerabilidad extrema es la clave de su condición.

Heracles (Hércules), compadecido por Prometo encadenado, lo librará matando al ave, al tiempo que Zeus, comprensivo, lo perdonará y permitirá a los hombres que dispongan del don del fuego, no pudiendo imaginar, a pesar de su divinidad, hasta donde sería capaz la humanidad de llevar el flamígero poder de la técnica. Fue Quirón quien cargó con la expiación de la culpa de Prometeo y la canceló, a pesar de lo cual el pecado del héroe permanece como advertencia para los hombres de todas las edades: “No sobrepases los límites del conocimiento”.

Prometeo, dios inmortal, conoce y reconoce su falta, aunque tiene una justificación para ella: su philantropía, su amor por los humanos a los que Zeus quiso destruir. Asume así el dolor que su actuación le ha traído: "Por mi propia voluntad, por mi voluntad erré. No voy a negarlo. Por defender a los mortales, yo mismo encontré mis tormentos".


Ícaro
El mito de Ícaro nos advierte sobre un tema siempre presente en el pensamiento griego, el de la desmesura, la codicia y la vanidad, el peligroso deseo del hombre de querer ir siempre más lejos, aún a riesgo de tener que encontrarse cara a cara con su condición de simple ser humano.

En él se nos cuenta la historia de Dédalo, un prestigioso arquitecto, inventor y escultor, muy respetado en su ciudad natal de Atenas, cuyo sobrino Talo era su discípulo preferido y sucesor natural.

Los celos anidados en el alma insegura del maestro comienzan a carcomer su lucidez, al punto que en una madrugada, insomne en su taller, decide matar a su sobrino, creyendo que de tal modo arrancaría la espina clavada en su alma.

Pergeña un plan y lo invita una tarde a pasear por el templo de Palas Atenea. Llegados a lo alto de las murallas, lo arroja al vacío, sin contar con que, atenta, la diosa regente del templo transformaría a Talo en pájaro cubriéndolo de plumas para amortiguar su caída.

Dédalo baja cobardemente del sagrado recinto, recoge el cadáver de su sobrino y lo entierra en un baldío.

Creyéndose impune, continúa en su taller hasta que días más tarde el tribunal, que sospechaba de aquella muerte, consigue las pruebas del delito y lo condena por asesinato. Sin embargo, antes de ser apresado consigue escapar y embarca en un navío que partía rumbo a Creta.

Al arribar a la isla, será recibido con todos los honores por el rey Minos, quien lo incorpora a su corte. Se tenía por proverbial su sabiduría y se lo respetaba por haber vencido a los atenienses con la ayuda de Zeus, lo que garantizaba la justicia de la causa. Sin embargo la vanidad del vencedor oscureció su alma y tiranizó al pueblo de Atenas.

Pasifae, esposa y consejera de Minos, quien mantenía relaciones con Poseidón, toma por confidente al inescrupuloso Dédalo. Será fruto monstruoso de tal pasión Minotauro, el toro de Minos, que simbolizará por su parte los aspectos en sombra del propio rey.

Minos tratará de esconderlo, para ocultar la traición de su mujer y los aspectos tenebrosos de su ser, para lo cual ordena a Dédalo que construya un laberinto de donde jamás pudiera salir la bestia.

El Minotauro, recluido y rehusándose a comer los alimentos que le ofrecían comienza a pedir de manera exclusiva carne humana. Entonces, la perversa Pasifae aconseja a su marido que exija a los atenienses victimas sacrificiales para ofrecer a la voracidad del monstruo. Como respuesta, siete jóvenes y siete doncellas serían enviados anualmente para cumplir con lo pedido. Teseo, hijo del rey de Atenas, se ofrece para integrar un contingente y parte rumbo a Creta con el fin de concluir con tan indigna situación. Decidido a asesinar al Minotauro, lo logrará gracias a la ayuda de Ariadna, la hija de Minos, horrorizada con la conducta de su padre.

Teseo se introduce en el laberinto llevando un ovillo de lana que desenrollará durante su camino para poder regresar cuando fuere necesario. Llegado a la morada del monstruo, en un momento de descuido de la bestia, lo apuñala por la espalda y vuelve, triunfante, a su pueblo natal con Ariadna y su hermana Fedra, con quien, durante el viaje de retorno a Atenas, traicionará la confianza de aquella. Comienza así una nueva historia de traiciones, que nos excede.

Enterado Minos de la traición cometida por Dédalo en su contra, encerrará a éste dentro del laberinto junto con la esclava Naucrates, con la cual tendrá un hijo a quien llamará Ícaro.

Dédalo piensa sólo en fugarse. No tolera estar encerrado en una prisión que diseño él mismo con tanta malicia, pensada para confundir y desorientar hasta el paroxismo a quienes allí fuesen arrojados.

El problema estaba dado por el rígido control establecido por Minos por tierra y por mar. Descubre que la única posibilidad es huir por arriba, ascendiendo por los aires. Decide entonces, la construcción de un artificio de vuelo para lograr burlar los controles del rey. De tal manera se pone a fabricar alas para él y su joven hijo Ícaro.

Comienza a juntar plumas, las cuales va uniendo con trozos de lino abandonados en el laberinto, desprendido de los harapos de los sacrificados en su vana búsqueda de salida. Entrelazará las más pequeñas plumitas con otras cada vez más largas y grandes, para formar así una superficie mayor. Las asegurará con los hilos de la tela y las más pequeñas con cera extraída de los panales de abejas, los que siempre abundaron en los laberintos para consuelo de los perdidos, y le dará al conjunto la suave curvatura de las alas de las gráciles aves marinas.

Ícaro observaba a su padre y lo ayudaba recogiendo las plumas que el viento arrebataba de la labor. Concluido el artificio Dédalo las probó logrando ascender y mantenerse en el aire. Le colocó alas a su hijo y le enseñó cómo volar por los cielos de Grecia dándose así a la fuga tan ansiada.

Los primeros momentos fueron difíciles, los cuerpos no encontraban el equilibrio exacto, por lo que Dédalo recomienda a Ícaro que vuele siempre a una altura media: ni demasiado bajo, para que el agua del mar no moje las plumas, ni a demasiada altura, para que el sol no derrita la miel.

Dédalo, llevando la delantera, no observa que Ícaro, deslumbrado por la belleza del firmamento y la música de los pájaros, comienza a cobrar altura, poco a poco, hasta que llega el momento en que los rayos del sol comienzan a provocar el desprendimiento del plumaje. Ícaro, víctima de su exaltación, embelesado con su ascenso sin límites, creyendo impunemente que llegar al sol es cosa de mortales disfrazados de aves marinas, cae fulminado por el astro al mar.

Cuando Dédalo mira hacia atrás, no encuentra a su hijo, pero sí ve un manchón de plumas flotando en el mar. Desbordado por la culpa, sobrevolará infinidad de veces de un lado a otro el lugar de la caída tratando de encontrar el cadáver de su hijo.

Dédalo llega luego a Sicilia y se pone bajo el servicio del rey Cócalo. Construirá un templo a Apolo en el que colgará las alas como ofrenda al dios y llorará a su hijo, bautizando en su memoria como Ícaria la tierra cercana al espacio marítimo donde desapareció aquél.

Dédalo, el intelectual perverso, aquel capaz de construir o esculpir cualquier cosa que se le pidiera aún enjaulado en su propio laberinto, será capaz de enseñarle a su hijo, en esta nueva circunstancia y en sentido opuesto, la grandeza del ideal griego del justo medio.

Ícaro, exaltado y vanidoso, a pesar de los consejos que le diera su padre y lejos de considerar la precariedad de su vuelo, pretendió llegar al Sol. Su desmesura será castigada, el astro lo colocará en su lugar.

La insensata tentativa de Ícaro está estrechamente asociada con la locura de grandeza, los proyectos faraónicos, la megalomanía y la irremediable caída de todos aquellos que se disfrazan de héroes para aparentar ser aquello que no son.

El deseo de ascender a cualquier precio, sin contar con los recursos espirituales que lo posibiliten y confiando sólo en artificios externos, acentúa el temor a la caída, al descubrimiento de lo fingido. Sensación permanente de ser descubierto en cualquier momento, viejo sentimiento de inseguridad, que con el correr de los siglos los discípulos de Asclepio y Quirón llamarán paranoia, que siempre nos acosa dentro de los laberintos de la propia conciencia.


Tántalo
Tántalo, rey de Frigia, cuyo nombre significa bamboleante, como piedra movediza, fue honrado por los dioses más que ningún otro mortal. Era uno de los comensales del Olimpo con quienes las divinidades compartían el néctar y la ambrosía, símbolos de la verdad y el amor, respectivamente, constitutivos ambos de la espiritualidad celeste.

Entre los mortales era conocido como el “amigo de los dioses”, sin duda amado e invitado de privilegio a la mesa de las divinidades.

Enardecido por la vanidad, perdió conciencia de su realidad, de su condición finita y de sus límites. De este modo, en la cumbre de su exaltación, pretendió ser uno de ellos, abdicando de su mortalidad para apropiarse de una espiritualidad incapaz de sostener.

Los dioses, compasivos, le toleraban innumerables picardías. Por ejemplo, en cierta ocasión reveló a sus amigos mortales conversaciones que eran del exclusivo interés de los dioses; en otra, robó néctar y ambrosía para deleitar a sus concubinas, una falta por cierto grave. También recordaban el hecho de que Júpiter le prestó su perro y Tántalo no se molestó jamás en devolvérselo. Parecía así que quería jugar con los dioses, aumentando cada vez su apuesta transgresora.

Precipitó su fin cuando la perversión de su ser lo desbordó. Decidió invitar a los divinos a un festín en su casa donde prometió hacerles degustar delicias desconocidas. Una vez llegados todos los comensales, apetitosas y humeantes las fuentes de vituallas atravesaban el salón en todas direcciones, mientras los criados engalanados colocaban en los platos de los dioses delicadas porciones de carne rosada.

No se percataron que el anfitrión pretendía hacerlos cómplices del más abyecto de los crímenes, intentando hacer desaparecer un cadáver en la comilona. Sin embargo, una atmósfera sospechosa podía percibirse en la reunión.

Los ojos de Tántalo no podían ocultar la intención maliciosa que atravesaba su ser. Los inmortales algo sospecharon y contemplaban sus platos sin moverse.

Sólo Démeter, sin darse cuenta, se sirvió de su porción con gesto delicado, pero al probar el alimento se dio cuenta de que era carne humana.

Los dioses se levantaron indignados por la acción del siniestro rey de Frigia: el cuerpo servido en el banquete era el de Pélope, su propio hijo.

Un crimen de tal magnitud era digno de desplegar la furia implacable de las Erinias, además de un intolerable desafío a la paciencia y sabiduría de los inmortales, por aunar el filicidio con el más abyecto sacrilegio. El castigo debía ser directamente proporcional a la falta cometida.

El culpable caería al inframundo por haber asesinado a lo inasesinable por naturaleza, y por haber codiciado lo impensable: la divinidad.

Fue enviado de inmediato al Tártaro, lugar donde las distintas generaciones de dioses encerraron a sus enemigos. De profundidad insondable, este inmenso espacio subterráneo era el cimiento del mundo superior, lugar de tortura destinado a los grandes criminales.

Era el sitio indicado para que estuviera a su cargo, de allí que la prisión llevase su nombre. Fue él mismo quien engendró una prolífica prole de monstruos enormes, entre los más conocidos de los cuales encontramos a Tifón, Equidna -aquella víbora con cuerpo de mujer y cola se serpiente que devoraba a los distraídos paseantes-, Cerbero -el can de los infiernos-, o Tánato -el señor de la muerte-.

Será Tártaro el responsable de aplicar el castigo sancionado por Zeus: Tántalo es colgado de un árbol preñado de frutos en medio de un inmenso lago. Al tener sed y pretender inclinarse para beber, el agua se aleja quedando de tal modo condenado a la inposibilidad de saciar su sed por toda la eternidad. Cuando el hambre lo aceche y extienda su brazo para tomar los deliciosos frutos, las ramas se distanciarán o la fruta deseada y elegida desaparecerá. Nunca podrá alcanzar, por más que se esfuerce, el más elemental de sus deseos.

Frente a los excesos en el mundo, en el Tártaro las impenetrables sombras de la locura producida por la perpetua insatisfacción lo llevarán a saborear únicamente aquello que alucine.

Tántalo es el hombre cuya vanidad lo hace vivir al límite sus deseos corporales, y cuyos excesos sólo se detienen ante el crimen siniestro. Su impunidad lo convence de que los señores del Olimpo no reconocerán la carne humana, menospreciándolos de manera radical.

Tántalo representa, así, el paroxismo del egocentrismo, por su pretensión de negarles a los dioses precisamente aquello que los hace divinos: su capacidad de discernir.

Zeus, finalmente, restablecerá el orden transitoriamente quebrado de la naturaleza, resucitando a quien siempre debió ser el “hijo del hombre”. Pélope vuelve a la vida y su nombre será inmortalizado en la península del Peloponeso.


Perseo
Este mito representa el coraje y la audacia del héroe frente a la soberbia monstruosa de Medusa, quien, con su seducción, mantenía a los hombres en permanente estado de confusión, entremezclando el cauce de los ríos del odio y el amor.

Medusa, reina de las perversiones, tenía fuerte ascendiente y era la única mortal entre sus hermanas, Euríale y Esteno. Conocidas como “Las Gorgonas”, hijas de dos divinidades marinas, Forcis y Ceto, habitaban en el Occidente extremo, en lugar cercano al reino de los muertos y el país de las Hespérides. Eran temidas hasta por los dioses, con excepción de Poseidón, quien, como todo ser marino, jamás cejaba en su intento por poseer a cualquier mujer que se cruzara en su camino. Así, deja encinta a Medusa, a pesar de lo cual, y antes de que un nuevo monstruo apareciese en escena, se hace presente Perseo.

El héroe era hijo de una mujer mortal, Dánae, y de Zeus. El padre de Dánae, el rey Acrisio, tuvo conocimiento por un oráculo que algún día su nieto lo mataría, por lo cual, aterrorizado, apresó a su hija, expulsó a todos sus pretendientes y la envió a prisión, sin tener en cuenta que Zeus era una divinidad y la amaba.

Entró en la prisión disfrazado de aguacero de lluvia de oro, y el resultado de su unión fue Perseo. Al descubrir Acrisio que, a pesar de sus precauciones, tenía un nieto, introdujo sin piedad alguna a Dánae y a su hijo en un arcón de madera y los arrojó al mar, esperando que se ahogaran.

Enterado Zeus, envió al instante vientos suaves para que empujaran delicadamente a la madre y su hijo hacia orillas seguras. De tal suerte, el arcón llegó a tierra en la isla de Serifos, donde fue hallado por un humilde pescador. Luego de ello Polidectes, rey de la isla, recibió a Dánae y a Perseo, ofreciéndoles refugio.

Este hijo de Zeus, creció allí en fortaleza y valentía hasta que Dánae debió rechazar las propuestas insinuantes de Policdetes. El rey formuló un desafío al joven: si éste cumplía con éxito una misión casi imposible, su madre no sería desposada por él. Perseo debía ir al territorio de las Gorgonas, decapitar a Medusa y entregarle a Polidectes la cabeza, pues el rey anhelaba su poder para emplearlo en provecho propio.

Era tal el perverso poder seductor de Medusa que, moviendo sus hipnóticos cabellos, atraía la mirada de los mortales, quienes fijando en ella su mirada quedaban de inmediato convertidos en piedra.

Cuenta la leyenda que las rocas de los desfiladeros y valles de su horroroso reino, así como los cantos rodados que bajaban por sus ríos durante la noche, gemían.

Perseo, luego de atravesar seis de las siete pruebas extremas que se le exigían a quien quisiera ser iniciado como héroe, ingresaba ya al desfiladero que lo conduciría al temible reino. En ese instante del desafío, Zeus, su padre, se aseguró de que contase con su ayuda.

Tras pasar por una profunda caverna que se adentraba en las entrañas de la montaña, se encuentra con Quirón, el curador herido rey de los centauros, quien luego de saludarlo le comenta que está advertido de sus propósitos, ya que todos los que por allí pasaban iban a cumplir con el mismo desafío, y le muestra algunas de las piedras que bajaban de río arriba: triste fin de todos quienes actúan condicionados por la ambigüedad meduseante de deseos enmadejados por la ignorancia.

El joven comprende y escucha los consejos del viejo sabio, quien solo le aconseja que no mire los cabellos de Medusa, que no se deje atrapar por el poderoso encanto de su seducción, que sea uno con su espada y que, sin hesitación alguna, la decapite de un golpe certero.

Luego de despedirse, Perseo estaba ya decidido, sabría resistir el ataque de la seducción sobre la vanidad masculina y no caería en las viejas mallas de la malignidad femenina.

Finalmente cara a cara frente a Medusa, consigue, con solo un golpe, hacer rodar su cabeza. En ese preciso instante, los ríos del odio y el amor que corrían siempre trenzados, comienzan a fluir alejándose con rumbos opuestos.

De la sangre que manó como un torrente de su cuello, nacieron Crisaor -una espada de oro-, y Pegaso -el caballo alado que le enviaba su preocupado y atento padre-.

La espada de oro simboliza el logro de la espiritualidad, de la que fluye la imaginación creadora.

Pegaso representa por su parte la capacidad de elevación de aquellos que han logrado derrotar a sus enemigos interiores y son capaces, por esto, de alcanzar las más difíciles victorias, teniendo por compañeras a la bondad y la belleza –dones opuestos a los propios de Medusa, la maldad y la monstruosidad-.

Se cuenta que Pegaso, al ser montado por Perseo, dio un fuerte golpe en la tierra con el casco de su pata derecha e hizo surgir de tal manera el monte Helicón, a partir de entonces fuente de toda inspiración poética.

Perseo decidió, antes de partir, colocar en su morral la cabeza petrificada de la Gorgona. Bien sabía que podría usar, llegado el caso, su poder, resistiendo la tentación egoísta de hacerlo en provecho propio. En las montañas, Quirón le había enseñado que la victoria sobre la vanidad se puede convertir fácilmente en vanidad de la victoria.

En el camino de regreso encontró en la playa una hermosa joven encadenada a una roca, quien esperaba la muerte a manos de un monstruo marino enviado por Poseidón, cuya madre pidió por ofrenda a los dioses tras haberse sentido ofendida por aquella. Conmovido por la situación y por la hermosura de la víctima sacrificial, Perseo la libera. Conoce así su nombre, Andrómeda, y se enamora de ella, con quien vivirá en paz y armonía gozando de la felicidad de criar numerosos hijos.

Construyó para sí y su familia una ciudad poderosa, Micenas, en la que vivió largo tiempo con amor y gratitud, manteniendo el honor y respeto por los dioses, por la espada y por su herrero.

A su muerte, será simbólicamente inmortalizado por su padre, quien lo ubicará como estrella brillante entre las constelaciones, perpetuo y nítido símbolo de la pureza interior.

Una vez analizada la totalidad de los casos proponemos realizar la síntesis comparativa, bajo la siguiente modalidad:
Filosofar no supone construir un sistema, sino dedicarse, una vez que se ha decidido, a mirar con sencillez dentro y alrededor de uno mismo”.
Henri Bergson





Arturo Emilio Sala

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