Si las puertas de la percepción quedaran depuradas,
todo se habría de mostrar al hombre tal cual es: infinito.
William Blake
Tocan la campana. Es hora de comenzar a preparar nuestra sopa. Esta humilde tarea permite comenzar a saborear la simpleza de la vida; la de tomar sólo lo necesario. La primera pregunta que nos viene a la mente es “¿qué es esto, yo, sentarme y cortar verduras?”. Antes de sentarse hay que levantar levemente la silla con suavidad para evitar el menor ruido, y luego acomodarse. Alguien da las pautas de cómo hacerlo, es austero el panorama. Silencio, atención e intentar no interrumpir el movimiento de nuestras manos al tiempo de sosegar la navegación de nuestros pensamientos. Frente a nosotros un plato de madera, un cuchillo y cinco mitades de unas honorables verduras. Nos piden silencio, sentir la respiración. Nos hacen una demostración de cómo debemos proceder en la actividad, no hay discurso, la palabra justa. Con el paso de los minutos el clima cambia. El desconcierto acompañado de una cuota de desconfianza comienza a aplacarse corte tras corte. Es que ahí en la misma experiencia, no en los conceptos, en donde la actividad se deja juzgar, saborear, de allí sabiduría, sentir el sabor de la vida. Cada palabra, cada gesto es de importancia. Por ello el marco del silencio. Hay que centrarse en esa verdura, no hay que mirar al otro, sólo sentirlo, escucharlo, ser uno mismo con el ritmo grupal, una misma melodía que va unificando al grupo con la artesanal tarea. En la dificultad que se nos presenta para dejar una ínfima porción de zanahoria convertida en decenas de trocitos similares a un grano de arroz, reconocemos que no hay una radical separación entre el vegetal que tenemos entre nuestras manos, la huerta y nuestra propia presencia corporal. Hay, sí, una tarea y una musicalidad multicolor compartida en la alegría recortada por el silencio. Ese grano, que parece imposible que se nos asemeje, nos interpela desde el plato, es a través de tales experiencias que podemos re-fluir hacia nuestra interioridad; recuperar lo que perdimos envuelto en los múltiples pliegues del ego, reencontrarnos con la percepción unitiva de nosotros íntimos con nosotros mismos.
Es necesario hacer sólo una sola cosa por vez. La acción debe ser impecable. Si corto, corto; si vuelco lo picado en el cuenco sólo hago eso y no otra cosa. Se necesita esfuerzo, los pensamientos vienen en torbellino, hay que dejarlos pasar, simplemente eso; de lo contrario podemos cortarnos un dedo, eso pasa por pensar a destiempo y por no ser impecables y consecuentes con la acción. Se trata de vaciar la mente de preconceptos, de condicionamientos, de vanas especulaciones.
Es necesario hacer sólo una sola cosa por vez. La acción debe ser impecable. Si corto, corto; si vuelco lo picado en el cuenco sólo hago eso y no otra cosa. Se necesita esfuerzo, los pensamientos vienen en torbellino, hay que dejarlos pasar, simplemente eso; de lo contrario podemos cortarnos un dedo, eso pasa por pensar a destiempo y por no ser impecables y consecuentes con la acción. Se trata de vaciar la mente de preconceptos, de condicionamientos, de vanas especulaciones.
Debemos ser sensibles y agudizar nuestra percepción del afuera y del adentro, se necesita actualizar nuestros cinco sentidos para realizar la tarea con impecabilidad.
Ya pasó media hora.
Alguien supervisa cada plato.
Las miradas se cruzan, de una u otra manera los cuencos comienzan a llenarse, y el silencio vuelve a recuperar su ser insondable. Hasta el más escéptico descubre, con sorpresa, que no hace falta ser un monje para disfrutar de un instante como éste. En esta actividad es central prestarle atención a la respiración.
La inhalación y la exhalación a pesar de ser un instrumento automático requiere del preciso entrenamiento en su uso, hasta ser capaces de alcanzar las verdaderas potencialidades de su afinación. Es que nuestro cuerpo está en estrecha interdependencia con la naturaleza en general y del aire en particular, de allí lo de spirituale, somos una mínima conexión entre infinitas pautas de interrelación, una expresión viva del milagro de la interdependencia en los océanos de la impermanencia.
La inteligencia no basta, el picar necesita de nuestra abnegación para lijar el hollín que tapa nuestro verdadero ser; debemos usarla para dejar en cada corte preciso una parte de ese personaje acartonado que hemos creado como construcción social del ego. No se busca la aburrida e imposible perfección porque ni siquiera el grano de arroz es perfecto, cada uno de ellos es único, como lo es la rosa, una piedra o nuestro ser cuando es auténtico. Es un trabajo arduo cortar concentrados y dejar fluir la tensión del instante que sigue. Si el ego nos permitió cortar más rápido que el resto de los participantes, continuamos picando la verdura del que tenemos a un lado, este efecto deja una enseñanza, es lo más adecuado para la interdependencia de uno con el universo.
Nos ayuda a dar un paso hacia el reencuentro, el compañerismo y el altruismo. Preparar la guen mai no es un ritual, si lo fuese estaríamos oscureciendo el camino.
Terminamos.
Terminamos.
En estricto orden, cada uno de los participantes se para en silencio y sin hacer ruido al correr la silla, deposita su trabajo en una gran olla con agua hirviendo. Es maravilloso el aroma de la zanahoria, la cebolla, el puerro, el apio, el nabo blanco y el arroz integral. Los rostros están renovados, hemos perdido un grano de ignorancia. Boecio escribió: “En otras criaturas vivientes, la ignorancia de sí es naturaleza; en el hombre, es vicio”. Tomar entonces nuestra sopa es aceptar lo que hemos realizado con gratitud.
La preparación de la guen mai abraza la vida y nos permitió encontrar el sexto sentido, el de la conciencia, la que adviene mediante la actualización de los otros cinco. Es eso, y no otra cosa, lo que celebra y ejercita la sopa del monje, la que lleva cinco ingredientes y que al devenir alimento compartido abre las posibilidades de la conciencia expandida.
Nota ampliatoria del Tenzo, cocinero, responsable de la huerta y administrador de los templos Zen [1]:
Preparación de la Guen-mai:
Se cortan una zanahoria, una cebolla, un puerro, un troncho de apio y un nabo blanco. Luego se echa en agua hirviendo junto con el arroz integral. Se deja a fuego lento dos horas, hasta que adquiera una consistencia de sopa cremosa. Servirlo en cuencos. Puede agregarse salsa de soja o gomasio, ambos sustitutos de la sal.
El gomasio contiene semillas de sésamo crudas y sal marina. En una sartén tostar unos diez minutos las semillas de sésamo. Remover para evitar que se quemen. Cuando las semillas estén doradas pasarlas por el mortero. No deben quedar ni molidas ni enteras. En sartén caliente agregar la sal.
Arturo Emilio Sala y Alex Baraglia
NOTAS
[1] Para quienes deseen profundizar las fértiles relaciones ente las artes contemplativas, culinarias y las de la administración recomendamos ver el Tenzo Kyokun escrito por el Maestro Eihei Dogen Zenji (1200-1253) en el año 1237 según la versión por nosotros conocida: Dogen and Uchiyama. From the Zen Kitchen to Enlightnment. Refininng your Life.New York-Tokyo, Weatherhill, 1983.
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